chazchazz

donde la lectura si te quitara el sueño. tambien ire subiendo libros de temas afines a nuestros tenebrosos, romanticos o monstruosos gustos jajjaaaa bueno espero tener seguidoras pronto un besito a todas.

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sábado, 15 de enero de 2011

VOY A PUBLICAR LOS LIBROS QUE ME HAN MARCADO POCO A POCO PARA NO CANSAROS

Hermann Hesse
El lobo estepario El lobo estepario 
Hermann Hesse 

ANOTACIONES DE HARRY HALLER
Sólo para locos 
El día había transcurrido del modo como suelen transcurrir estos días; lo había 
malbaratado, lo había consumido suavemente con mi manera primitiva y extraña de 
vivir; había trabajado un buen rato, dando vueltas a los libros viejos; había tenido 
dolores durante dos horas, como suele tenerlos la gente de alguna edad; había tomado 
unos polvos y me había alegrado de que los dolores se dejaran engañar; me había dado 
un baño caliente, absorbiendo el calorcillo agradable; había recibido tres veces el correo 
y hojeado las cartas, todas sin importancia, y los impresos, había hecho mi gimnasia 
respiratoria, dejando hoy por comodidad los ejercicios de meditación; había salido de 
paseo una hora y había visto dibujadas en el cielo bellas y delicadas muestras de 
preciosos cirros. Esto era muy bonito, igual que la lectura en los viejos libros y el estar 
tendido en el baño caliente; pero, en suma, no había sido precisamente un día 
encantador, no había sido un día radiante, de placer y Ventura, sino simplemente uno de 
estos días como tienen que ser, por lo visto, para mí desde hace mucho tiempo los 
corrientes y normales; días mesuradamente agradables, absolutamente llevaderos, 
pasables y tibios, de un señor descontento y de cierta edad; días sin dolores especiales, 
sin preocupaciones especiales, sin verdadero desaliento y sin desesperanza; días en los 
cuales puede meditarse tranquila y objetivamente, sin agitaciones ni miedos, hasta la 
cuestión de si no habrá llegado el instante de seguir el ejemplo del célebre autor de los 
Estudios y sufrir un accidente al afeitarse. 
El que haya gustado los otros días, los malos, los de los ataques de gota o los del 
maligno dolor de cabeza clavado detrás de los globos de los ojos, y convirtiendo, por 
arte del diablo, toda actividad de la vista y del oído de una satisfacción en un tormento, 
o aquellos días de la agonía del espíritu, aquellos días terribles del vacío interior y de la 
desesperanza, en los cuales, en medio de la tierra destruida y esquilmada por las 
sociedades anónimas, nos salen al paso, con sus muecas como un vomitivo, la 
humanidad y la llamada cultura con su fementido brillo de feria, ordinario y de hojalata, 
concentrado todo y llevado al colmo de lo insoportable dentro del propio yo enfermo; el 
que haya gustado aquellos días infernales, ése ha de estar muy contento con estos días 
normales y mediocres como el de hoy; lleno de agradecimiento se sentará junto a la 
amable chimenea y con agradecimiento comprobará, al leer el periódico de la mañana, 
que no se ha declarado ninguna nueva guerra ni se ha erigido en ninguna parte ninguna 
nueva dictadura, ni se ha descubierto en política ni en el mundo de los negocios ningún 
chanchullo de importancia especial; con agradecimiento habrá de templar las cuerdas de 
su lira enmohecida para entonar un salmo de gratitud mesurado, regularmente alegre y 
casi placentero, con el que aburrir a su callado y tranquilo dios contentadizo y mediocre, 
como anestesiado con un poco de bromuro; y en el ambiente de tibia pesadez de este 
aburrimiento medio satisfecho, de esta carencia de dolor tan de agradecer, se parecen 
los dos como hermanos gemelos, el monótono y adormilado dios de la mediocridad y el 
hombre mediocre algo encanecido que entona el salmo amortiguado. 
Es algo hermoso esto de la autosatisfacción, la falta de preocupaciones, estos días 
llevaderos, a ras de tierra, en los que no se atreven a gritar ni el dolor ni el placer, 
donde todo no hace sino susurrar y andar de puntillas. Ahora bien, conmigo se da el 
caso, por desgracia, de que yo no soporto con facilidad precisamente esta 
semisatisfacción, que al poco tiempo me resulta intolerablemente odiosa y repugnante, y 
tengo que refugiarme desesperado en otras temperaturas, a ser posible por la senda de El lobo estepario 
Hermann Hesse 

los placeres y también por necesidad por el camino de los dolores. Cuando he estado 
una temporada sin placer y sin dolor y he respirado la tibia e insípida soportabilidad de 
los llamados días buenos, entonces se llena mi alma infantil de un sentimiento tan 
doloroso y de miseria, que al dormecino dios de la semisatisfacción le tiraría a la cara 
satisfecha la mohosa lira de la gratitud, y más me gusta sentir dentro de mí arder un 
dolor verdadero y endemoniado que esta confortable temperatura de estufa. Entonces se 
inflama en mi interior un fiero afán de sensaciones, de impresiones fuertes, una rabia de 
esta vida degradada, superficial, esterilizada y sujeta a normas, un deseo frenético de 
hacer polvo alguna cosa, por ejemplo, unos grandes almacenes o una catedral, o a mí 
mismo, de cometer temerarias idioteces, de arrancar la peluca a un par de ídolos 
generalmente respetados, de equipar a un par de muchachos rebeldes con el soñado 
billete para Hamburgo, de seducir a una jovencita o retorcer el pescuezo a varios 
representantes del orden social burgués. Porque esto es lo que yo más odiaba, 
detestaba y maldecía principalmente en mi fuero interno: esta autosatisfacción, esta 
salud y comodidad, este cuidado optimismo del burgués, esta bien alimentada y 
próspera disciplina de todo lo mediocre, normal y corriente. 
En tal disposición de ánimo terminaba yo, al oscurecer, aquel día adocenado y 
llevadero. No lo terminaba de la manera normal y conveniente para un hombre algo 
enfermo, entregándome a la cama preparada y provista de una botella de agua caliente 
a modo de imán; sino que insatisfecho y asqueado por mi poquito de trabajo y 
descorazonado, me calcé los zapatos, me embutí en el abrigo, dirigiéndome a la calle 
rodeado de niebla y oscuridad, para beber en la hostería del Casco de Acero lo que los 
hombres que beben llaman «un vaso de vino«, según un convencionalismo antiguo. 
Así bajaba yo, pues, la escalera de mi sotabanco, estas penosas escaleras de la tierra 
extraña, estas escaleras burguesas, cepilladas y limpias, de una decentísima casa de 
alquiler para tres familias, junto a cuyo tejado tenía yo mi celda. No sé cómo es esto, 
pero yo, el lobo estepario sin hogar, el enemigo solitario del mundo de la pequeña 
burguesía, yo vivo siempre en verdaderas casas burguesas. Esto debe ser un viejo 
sentimentalismo por mi parte. No vivo en palacios ni en casas de proletarios, sino 
siempre exclusivamente en estos nidos de la pequeña burguesía, decentísimos, 
aburridísimos e impecablemente cuidados, donde huele a un poco de trementina y a  un 
poco de jabón y donde uno se asusta, si alguna vez se da un golpazo al cerrar la puerta 
de la casa o si se entra con los zapatos sucios. Me gusta sin duda esta atmósfera desde 
los años de mi infancia, y mi secreta nostalgia hacia algo así como un hogar me lleva, 
sin esperanza, una y otra vez, por estos necios caminos. 
Así es, y me gusta también el contraste en el que está mi vida, mi vida solitaria, 
ajetreada y sin afectos, completamente desordenada, con este ambiente familiar y 
burgués. Me complace respirar en la escalera este olor de quietud, orden, limpieza, 
decencia y domesticidad, que a pesar de mi odio a la burguesía tiene siempre algo 
emotivo para mí, y me complace luego atravesar la puerta de mi cuarto, donde todo 
esto termina, donde entre los montones de libros me encuentro las colillas de los 
cigarros y las botellas de vino, donde todo es desorden, abandono e incuria, y donde 
todo, libros, manuscritos, ideas, está sellado e impregnado por la miseria del solitario, 
por la problemática de la naturaleza humana, por el vehemente afán de dotar de un 
nuevo sentido a la vida del hombre que ha perdido el que tenía. 
Y entonces pasé junto a la araucaria. En efecto, en el primer piso de esta casa 
desemboca la escalera en el pequeño vestíbulo de una vivienda, que sin duda es aún 
más impecable, más limpia y más lustrosa que las demás, pues este modesto vestíbulo 
reluce por un cuidado sobrehumano, es un brillante y pequeño templo del orden. Sobre 
el suelo de parqué, que uno no se atreve a pisar, hay dos elegantes taburetes, y sobre 
cada taburete una gran maceta; en una crece una azalea, en la otra una araucaria 
bastante magnífica, un árbol infantil sano y recto, de la mayor perfección, y hasta la 
última hoja acicular de la última rama reluce con la más fresca nitidez. A veces, cuando 
me creo inobservado, uso este lugar como templo, me siento en un escalón sobre la 
araucaria, descanso un poco, junto las manos y miro con devoción hacia abajo a este El lobo estepario 
Hermann Hesse 

jardín del orden, cuyo aspecto emotivo y ridícula soledad me conmueven el alma de un 
modo extraño. Detrás de este vestíbulo, por decirlo así, en la sombra sagrada de la 
araucaria, barrunto una vivienda llena de caoba reluciente, una vida llena de decencia y 
de salud, de levantarse temprano y cumplimiento del deber, fiestas familiares alegres 
con moderación, visitas a la iglesia los domingos y acostarse a primera hora. 
Con fingida alegría me puse a trotar sobre el asfalto de las calles, húmedo por la 
niebla. Las luces de los faroles, lacrimosas y empeñadas, miraban a través de la blanda 
opacidad y absorbían del suelo mojado los difusos reflejos. Mis años olvidados de la 
juventud se me representaron; cuánto me gustaban entonces aquellas noches turbias y 
sombrías de fines de otoño y del invierno; cuán ávido y embriagado aspiraba entonces el 
ambiente de soledad y melancolía, correteando hasta media noche por la naturaleza 
hostil y sin hojas, embutido en el gabán y bajo lluvia y tormenta, solo ya en aquella 
época también, pero lleno de profunda complacencia y de versos, que después en mi 
alcoba escribía a la luz de la vela y sentado sobre el borde de la cama. Ahora ya esto 
había pasado, este cáliz había sido apurado, y ya no me lo volverían a llenar. ¿Habría 
que lamentarlo? No. No había que lamentar nada de lo pasado. Era de lamentar lo de 
ahora, lo de hoy, todas estas horas y días que yo iba perdiendo, que yo en mi soledad 
iba sufriendo, que ya no traían ni dones agradables ni conmociones profundas. Pero, 
gracias a Dios, no dejaba también de haber excepciones: a veces, aunque raras, había 
también horas que traían hondas sacudidas y dones divinos, horas demoledoras, que a 
mí, extraviado, volvían a transportarme junto al palpitante corazón del mundo. Triste y, 
sin embargo, estimulado en lo más íntimo, procuré acordarme del último suceso de esta 
clase. Había sido en un concierto. Tocaban una antigua música magnífica. Entonces, 
entre dos compases de un pasaje pianístico tocado por oboes, se me había vuelto a abrir 
de repente la puerta del más allá, había cruzado los cielos y vi a Dios en su tarea, sufrí 
dolores bienaventurados, y ya no había de oponer resistencia a nada en el mundo, ni de 
temer en el mundo a nada ya, había de afirmarlo todo y de entregar a todo mi corazón. 
No duró mucho tiempo, acaso un cuarto de hora; volvió en sueños aquella noche, y 
desde entonces, a través de los días de tristeza, surgía radiante alguna que otra vez de 
un modo furtivo; lo veía a veces cruzar claramente por mi vida durante algunos minutos, 
como una huella de oro, divina, envuelta casi siempre profundamente en cieno y en 
polvo, brillar luego otra vez con chispas de oro, pareciendo que no había de perderse ya 
nunca, y, sin embargo, perdida pronto de nuevo en los profundos abismos. Una vez 
sucedió por la noche que, estando despierto en la cama, empecé de pronto a recitar 
versos, versos demasiado bellos, demasiado singulares para que yo hubiera podido 
pensar en escribirlos, versos que a la mañana siguiente ya no recordaba y que, sin 
embargo, estaban guardados en mí como la nuez sana y hermosa dentro de una cáscara 
rugosa y vieja. Otra vez tomó la visión con la lectura de un poeta, con la meditación 
sobre un pensamiento de Descartes o de Pascal; aún en otra ocasión volvió a surgir, 
estando un día con mi amada, y a conducirme más adentro en el cielo. ¡Ah, es difícil 
encontrar esa huella de Dios en medio de esta vida que llevamos, en medio de este siglo 
tan contestadizo, tan burgués, tan falto de espiritualidad, a la vista de estas 
arquitecturas, de estos negocios, de esta política, de estos hombres! ¿Cómo no había yo 
de ser un lobo estepario y un pobre anacoreta en medio de un mundo, ninguno de cuyos 
fines comparto, ninguno de cuyos placeres me llama la atención? No puedo aguantar 
mucho tiempo ni en un teatro ni en un cine, apenas puedo leer un periódico, rara vez un 
libro moderno; no puedo comprender qué clase de placer y de alegría buscan los 
hombres en los hoteles y en los ferrocarriles totalmente llenos, en los cafés repletos de 
gente oyendo una música fastidiosa y pesada; en los bares y varietés de las elegantes 
ciudades lujosas, en las exposiciones universales, en las carreras, en las conferencias 
para los necesitados de ilustración, en los grandes lugares de deportes; no puedo 
entender ni compartir todos estos placeres, que a mí me serían desde luego asequibles y 
por los que tantos millares de personas se afanan y se agitan. Y lo que, por el contrario, 
me sucede a mí en las raras horas de placer, lo que para mí es delicia, suceso, elevación 
y éxtasis, eso no lo conoce, ni lo ama, ni lo busca el mundo más que si acaso en las El lobo estepario 
Hermann Hesse 

novelas; en la vida, lo considera una locura. Y en efecto, si el mundo tiene razón, si esta 
música de los cafés, estas diversiones en masa, estos hombres americanos contentos 
con tan poco tienen razón, entonces soy yo el que no la tiene, entonces es verdad que 
estoy loco, entonces soy efectivamente el lobo estepario que tantas veces me he 
llamado, la bestia descarriada en un mundo que le es extraño e incomprensible, que ya 
no encuentra ni su hogar, ni su ambiente, ni su alimento. 
Con estas ideas habituales seguí andando por la calle humedecida, atravesando uno 
de los más tranquilos y viejos barrios de la ciudad. De pronto vi en la oscuridad, al otro 
lado de la calle, enfrente de mí, una vieja tapia parda de piedras, que siempre me 
gustaba mirar; allí estaba siempre, tan vieja y tan despreocupada, entre una iglesia 
pequeña y un antiguo hospital; de día me gustaba poner los ojos con frecuencia en su 
tosca superficie. Había pocas superficies tan calladas, tan buenas y tranquilas en el 
interior de la ciudad, donde, por otra parte, en cada medio metro cuadrado le gritaba a 
uno a la cara su anuncio una tienda, un abogado, un inventor, un médico, un barbero o 
un callista. También ahora volví a ver a la vieja tapia gozando tranquila de su paz, y, sin 
embargo, algo había cambiado en ella; vi una pequeña y linda puerta en medio de la 
tapia con un arco ojival y me desconcerté, pues no sabía ya en realidad si esta puerta 
había estado siempre allí, o la habían puesto recientemente. Vieja parecía, sin duda, 
viejísima; probablemente la pequeña entrada cerrada, con su puerta oscura de madera, 
había servido de paso hace ya siglos a un soñoliento patio conventual, y todavía hoy 
servía para lo mismo, aun cuando el convento ya no existiera; y probablemente había 
visto yo cien veces la puerta, sólo que no me había dado cuenta de ella, quizás estaba 
recién pintada y por eso me llamaba la atención. Sea como fuere, me quedé parado 
mirando atentamente hacia aquella acera, sin atravesar, sin embargo; la calle por el 
centro tenía el piso tan blando y mojado... Me quedé en la otra acera, mirando 
simplemente hacia aquel lado, era ya de noche, y me pareció que en torno de la puerta 
había una guirnalda o alguna cosa de colores. Y entonces, al esforzarme por ver con más 
precisión, distinguí sobre el hueco de la puerta un escudo luminoso, en el que me 
parecía que había algo escrito. Apliqué con afán los ojos y por fin atravesé la calle, a 
pesar del lodo y el barro. Entones vi sobre la puerta, en el verde pardusco y viejo de la 
tapia, un espacio tenuemente iluminado, por el que corrían y desaparecían rápidamente 
letras movibles de colores, volvían a aparecer y se esfumaban. También han profanado, 
pensé, esta vieja y buena tapia para un anuncio luminoso. Entretanto, descifré algunas 
de las palabras fugitivas, eran difíciles de leer y había que adivinarías en parte, las letras 
aparecían con intervalos desiguales, pálidas y borrosas, y desaparecían inmediatamente. 
El hombre que quería hacer su negocio con esto, no era hábil, era un lobo estepario, un 
pobre diablo. ¿Por qué ponía en juego sus letras aquí, sobre esta tapia, en la calleja más 
tenebrosa de la ciudad vieja, a esta hora, cuando nadie pasa por aquí, y por qué eran 
tan fugitivas y ligeras las letras, tan caprichosas y tan ilegibles? Pero... ya lo logré: 
conseguí atrapar varias palabras, unas detrás de otras, que decían: 
Teatro mágico. 
    Entrada no para cualquiera.  
        No para cualquiera. 
Intenté abrir la puerta, el viejo y pesado picaporte no cedía a ningún esfuerzo. El 
juego de las letras había terminado, cesó de pronto, tristemente, como consciente de su 
inutilidad. Retrocedí algunos pasos, me metí en el fango hasta los tobillos, ya no 
aparecían más letras. El juego se había extinguido. Permanecí mucho rato de pie en el 
lodo y esperé; en vano. 
Luego, cuando ya hube renunciado y estaba otra vez sobre la acera, cayeron por 
delante de mí un par de letras luminosas de colores sobre el espejo del asfalto. 
Leí: 
¡Sólo... para... lo... cos! El lobo estepario 
Herman

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