Hermann Hesse
El lobo estepario El lobo estepario
Hermann Hesse
2
ANOTACIONES DE HARRY HALLER
Sólo para locos
El día había transcurrido del modo como suelen transcurrir estos días; lo había
malbaratado, lo había consumido suavemente con mi manera primitiva y extraña de
vivir; había trabajado un buen rato, dando vueltas a los libros viejos; había tenido
dolores durante dos horas, como suele tenerlos la gente de alguna edad; había tomado
unos polvos y me había alegrado de que los dolores se dejaran engañar; me había dado
un baño caliente, absorbiendo el calorcillo agradable; había recibido tres veces el correo
y hojeado las cartas, todas sin importancia, y los impresos, había hecho mi gimnasia
respiratoria, dejando hoy por comodidad los ejercicios de meditación; había salido de
paseo una hora y había visto dibujadas en el cielo bellas y delicadas muestras de
preciosos cirros. Esto era muy bonito, igual que la lectura en los viejos libros y el estar
tendido en el baño caliente; pero, en suma, no había sido precisamente un día
encantador, no había sido un día radiante, de placer y Ventura, sino simplemente uno de
estos días como tienen que ser, por lo visto, para mí desde hace mucho tiempo los
corrientes y normales; días mesuradamente agradables, absolutamente llevaderos,
pasables y tibios, de un señor descontento y de cierta edad; días sin dolores especiales,
sin preocupaciones especiales, sin verdadero desaliento y sin desesperanza; días en los
cuales puede meditarse tranquila y objetivamente, sin agitaciones ni miedos, hasta la
cuestión de si no habrá llegado el instante de seguir el ejemplo del célebre autor de los
Estudios y sufrir un accidente al afeitarse.
El que haya gustado los otros días, los malos, los de los ataques de gota o los del
maligno dolor de cabeza clavado detrás de los globos de los ojos, y convirtiendo, por
arte del diablo, toda actividad de la vista y del oído de una satisfacción en un tormento,
o aquellos días de la agonía del espíritu, aquellos días terribles del vacío interior y de la
desesperanza, en los cuales, en medio de la tierra destruida y esquilmada por las
sociedades anónimas, nos salen al paso, con sus muecas como un vomitivo, la
humanidad y la llamada cultura con su fementido brillo de feria, ordinario y de hojalata,
concentrado todo y llevado al colmo de lo insoportable dentro del propio yo enfermo; el
que haya gustado aquellos días infernales, ése ha de estar muy contento con estos días
normales y mediocres como el de hoy; lleno de agradecimiento se sentará junto a la
amable chimenea y con agradecimiento comprobará, al leer el periódico de la mañana,
que no se ha declarado ninguna nueva guerra ni se ha erigido en ninguna parte ninguna
nueva dictadura, ni se ha descubierto en política ni en el mundo de los negocios ningún
chanchullo de importancia especial; con agradecimiento habrá de templar las cuerdas de
su lira enmohecida para entonar un salmo de gratitud mesurado, regularmente alegre y
casi placentero, con el que aburrir a su callado y tranquilo dios contentadizo y mediocre,
como anestesiado con un poco de bromuro; y en el ambiente de tibia pesadez de este
aburrimiento medio satisfecho, de esta carencia de dolor tan de agradecer, se parecen
los dos como hermanos gemelos, el monótono y adormilado dios de la mediocridad y el
hombre mediocre algo encanecido que entona el salmo amortiguado.
Es algo hermoso esto de la autosatisfacción, la falta de preocupaciones, estos días
llevaderos, a ras de tierra, en los que no se atreven a gritar ni el dolor ni el placer,
donde todo no hace sino susurrar y andar de puntillas. Ahora bien, conmigo se da el
caso, por desgracia, de que yo no soporto con facilidad precisamente esta
semisatisfacción, que al poco tiempo me resulta intolerablemente odiosa y repugnante, y
tengo que refugiarme desesperado en otras temperaturas, a ser posible por la senda de El lobo estepario
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los placeres y también por necesidad por el camino de los dolores. Cuando he estado
una temporada sin placer y sin dolor y he respirado la tibia e insípida soportabilidad de
los llamados días buenos, entonces se llena mi alma infantil de un sentimiento tan
doloroso y de miseria, que al dormecino dios de la semisatisfacción le tiraría a la cara
satisfecha la mohosa lira de la gratitud, y más me gusta sentir dentro de mí arder un
dolor verdadero y endemoniado que esta confortable temperatura de estufa. Entonces se
inflama en mi interior un fiero afán de sensaciones, de impresiones fuertes, una rabia de
esta vida degradada, superficial, esterilizada y sujeta a normas, un deseo frenético de
hacer polvo alguna cosa, por ejemplo, unos grandes almacenes o una catedral, o a mí
mismo, de cometer temerarias idioteces, de arrancar la peluca a un par de ídolos
generalmente respetados, de equipar a un par de muchachos rebeldes con el soñado
billete para Hamburgo, de seducir a una jovencita o retorcer el pescuezo a varios
representantes del orden social burgués. Porque esto es lo que yo más odiaba,
detestaba y maldecía principalmente en mi fuero interno: esta autosatisfacción, esta
salud y comodidad, este cuidado optimismo del burgués, esta bien alimentada y
próspera disciplina de todo lo mediocre, normal y corriente.
En tal disposición de ánimo terminaba yo, al oscurecer, aquel día adocenado y
llevadero. No lo terminaba de la manera normal y conveniente para un hombre algo
enfermo, entregándome a la cama preparada y provista de una botella de agua caliente
a modo de imán; sino que insatisfecho y asqueado por mi poquito de trabajo y
descorazonado, me calcé los zapatos, me embutí en el abrigo, dirigiéndome a la calle
rodeado de niebla y oscuridad, para beber en la hostería del Casco de Acero lo que los
hombres que beben llaman «un vaso de vino«, según un convencionalismo antiguo.
Así bajaba yo, pues, la escalera de mi sotabanco, estas penosas escaleras de la tierra
extraña, estas escaleras burguesas, cepilladas y limpias, de una decentísima casa de
alquiler para tres familias, junto a cuyo tejado tenía yo mi celda. No sé cómo es esto,
pero yo, el lobo estepario sin hogar, el enemigo solitario del mundo de la pequeña
burguesía, yo vivo siempre en verdaderas casas burguesas. Esto debe ser un viejo
sentimentalismo por mi parte. No vivo en palacios ni en casas de proletarios, sino
siempre exclusivamente en estos nidos de la pequeña burguesía, decentísimos,
aburridísimos e impecablemente cuidados, donde huele a un poco de trementina y a un
poco de jabón y donde uno se asusta, si alguna vez se da un golpazo al cerrar la puerta
de la casa o si se entra con los zapatos sucios. Me gusta sin duda esta atmósfera desde
los años de mi infancia, y mi secreta nostalgia hacia algo así como un hogar me lleva,
sin esperanza, una y otra vez, por estos necios caminos.
Así es, y me gusta también el contraste en el que está mi vida, mi vida solitaria,
ajetreada y sin afectos, completamente desordenada, con este ambiente familiar y
burgués. Me complace respirar en la escalera este olor de quietud, orden, limpieza,
decencia y domesticidad, que a pesar de mi odio a la burguesía tiene siempre algo
emotivo para mí, y me complace luego atravesar la puerta de mi cuarto, donde todo
esto termina, donde entre los montones de libros me encuentro las colillas de los
cigarros y las botellas de vino, donde todo es desorden, abandono e incuria, y donde
todo, libros, manuscritos, ideas, está sellado e impregnado por la miseria del solitario,
por la problemática de la naturaleza humana, por el vehemente afán de dotar de un
nuevo sentido a la vida del hombre que ha perdido el que tenía.
Y entonces pasé junto a la araucaria. En efecto, en el primer piso de esta casa
desemboca la escalera en el pequeño vestíbulo de una vivienda, que sin duda es aún
más impecable, más limpia y más lustrosa que las demás, pues este modesto vestíbulo
reluce por un cuidado sobrehumano, es un brillante y pequeño templo del orden. Sobre
el suelo de parqué, que uno no se atreve a pisar, hay dos elegantes taburetes, y sobre
cada taburete una gran maceta; en una crece una azalea, en la otra una araucaria
bastante magnífica, un árbol infantil sano y recto, de la mayor perfección, y hasta la
última hoja acicular de la última rama reluce con la más fresca nitidez. A veces, cuando
me creo inobservado, uso este lugar como templo, me siento en un escalón sobre la
araucaria, descanso un poco, junto las manos y miro con devoción hacia abajo a este El lobo estepario
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jardín del orden, cuyo aspecto emotivo y ridícula soledad me conmueven el alma de un
modo extraño. Detrás de este vestíbulo, por decirlo así, en la sombra sagrada de la
araucaria, barrunto una vivienda llena de caoba reluciente, una vida llena de decencia y
de salud, de levantarse temprano y cumplimiento del deber, fiestas familiares alegres
con moderación, visitas a la iglesia los domingos y acostarse a primera hora.
Con fingida alegría me puse a trotar sobre el asfalto de las calles, húmedo por la
niebla. Las luces de los faroles, lacrimosas y empeñadas, miraban a través de la blanda
opacidad y absorbían del suelo mojado los difusos reflejos. Mis años olvidados de la
juventud se me representaron; cuánto me gustaban entonces aquellas noches turbias y
sombrías de fines de otoño y del invierno; cuán ávido y embriagado aspiraba entonces el
ambiente de soledad y melancolía, correteando hasta media noche por la naturaleza
hostil y sin hojas, embutido en el gabán y bajo lluvia y tormenta, solo ya en aquella
época también, pero lleno de profunda complacencia y de versos, que después en mi
alcoba escribía a la luz de la vela y sentado sobre el borde de la cama. Ahora ya esto
había pasado, este cáliz había sido apurado, y ya no me lo volverían a llenar. ¿Habría
que lamentarlo? No. No había que lamentar nada de lo pasado. Era de lamentar lo de
ahora, lo de hoy, todas estas horas y días que yo iba perdiendo, que yo en mi soledad
iba sufriendo, que ya no traían ni dones agradables ni conmociones profundas. Pero,
gracias a Dios, no dejaba también de haber excepciones: a veces, aunque raras, había
también horas que traían hondas sacudidas y dones divinos, horas demoledoras, que a
mí, extraviado, volvían a transportarme junto al palpitante corazón del mundo. Triste y,
sin embargo, estimulado en lo más íntimo, procuré acordarme del último suceso de esta
clase. Había sido en un concierto. Tocaban una antigua música magnífica. Entonces,
entre dos compases de un pasaje pianístico tocado por oboes, se me había vuelto a abrir
de repente la puerta del más allá, había cruzado los cielos y vi a Dios en su tarea, sufrí
dolores bienaventurados, y ya no había de oponer resistencia a nada en el mundo, ni de
temer en el mundo a nada ya, había de afirmarlo todo y de entregar a todo mi corazón.
No duró mucho tiempo, acaso un cuarto de hora; volvió en sueños aquella noche, y
desde entonces, a través de los días de tristeza, surgía radiante alguna que otra vez de
un modo furtivo; lo veía a veces cruzar claramente por mi vida durante algunos minutos,
como una huella de oro, divina, envuelta casi siempre profundamente en cieno y en
polvo, brillar luego otra vez con chispas de oro, pareciendo que no había de perderse ya
nunca, y, sin embargo, perdida pronto de nuevo en los profundos abismos. Una vez
sucedió por la noche que, estando despierto en la cama, empecé de pronto a recitar
versos, versos demasiado bellos, demasiado singulares para que yo hubiera podido
pensar en escribirlos, versos que a la mañana siguiente ya no recordaba y que, sin
embargo, estaban guardados en mí como la nuez sana y hermosa dentro de una cáscara
rugosa y vieja. Otra vez tomó la visión con la lectura de un poeta, con la meditación
sobre un pensamiento de Descartes o de Pascal; aún en otra ocasión volvió a surgir,
estando un día con mi amada, y a conducirme más adentro en el cielo. ¡Ah, es difícil
encontrar esa huella de Dios en medio de esta vida que llevamos, en medio de este siglo
tan contestadizo, tan burgués, tan falto de espiritualidad, a la vista de estas
arquitecturas, de estos negocios, de esta política, de estos hombres! ¿Cómo no había yo
de ser un lobo estepario y un pobre anacoreta en medio de un mundo, ninguno de cuyos
fines comparto, ninguno de cuyos placeres me llama la atención? No puedo aguantar
mucho tiempo ni en un teatro ni en un cine, apenas puedo leer un periódico, rara vez un
libro moderno; no puedo comprender qué clase de placer y de alegría buscan los
hombres en los hoteles y en los ferrocarriles totalmente llenos, en los cafés repletos de
gente oyendo una música fastidiosa y pesada; en los bares y varietés de las elegantes
ciudades lujosas, en las exposiciones universales, en las carreras, en las conferencias
para los necesitados de ilustración, en los grandes lugares de deportes; no puedo
entender ni compartir todos estos placeres, que a mí me serían desde luego asequibles y
por los que tantos millares de personas se afanan y se agitan. Y lo que, por el contrario,
me sucede a mí en las raras horas de placer, lo que para mí es delicia, suceso, elevación
y éxtasis, eso no lo conoce, ni lo ama, ni lo busca el mundo más que si acaso en las El lobo estepario
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novelas; en la vida, lo considera una locura. Y en efecto, si el mundo tiene razón, si esta
música de los cafés, estas diversiones en masa, estos hombres americanos contentos
con tan poco tienen razón, entonces soy yo el que no la tiene, entonces es verdad que
estoy loco, entonces soy efectivamente el lobo estepario que tantas veces me he
llamado, la bestia descarriada en un mundo que le es extraño e incomprensible, que ya
no encuentra ni su hogar, ni su ambiente, ni su alimento.
Con estas ideas habituales seguí andando por la calle humedecida, atravesando uno
de los más tranquilos y viejos barrios de la ciudad. De pronto vi en la oscuridad, al otro
lado de la calle, enfrente de mí, una vieja tapia parda de piedras, que siempre me
gustaba mirar; allí estaba siempre, tan vieja y tan despreocupada, entre una iglesia
pequeña y un antiguo hospital; de día me gustaba poner los ojos con frecuencia en su
tosca superficie. Había pocas superficies tan calladas, tan buenas y tranquilas en el
interior de la ciudad, donde, por otra parte, en cada medio metro cuadrado le gritaba a
uno a la cara su anuncio una tienda, un abogado, un inventor, un médico, un barbero o
un callista. También ahora volví a ver a la vieja tapia gozando tranquila de su paz, y, sin
embargo, algo había cambiado en ella; vi una pequeña y linda puerta en medio de la
tapia con un arco ojival y me desconcerté, pues no sabía ya en realidad si esta puerta
había estado siempre allí, o la habían puesto recientemente. Vieja parecía, sin duda,
viejísima; probablemente la pequeña entrada cerrada, con su puerta oscura de madera,
había servido de paso hace ya siglos a un soñoliento patio conventual, y todavía hoy
servía para lo mismo, aun cuando el convento ya no existiera; y probablemente había
visto yo cien veces la puerta, sólo que no me había dado cuenta de ella, quizás estaba
recién pintada y por eso me llamaba la atención. Sea como fuere, me quedé parado
mirando atentamente hacia aquella acera, sin atravesar, sin embargo; la calle por el
centro tenía el piso tan blando y mojado... Me quedé en la otra acera, mirando
simplemente hacia aquel lado, era ya de noche, y me pareció que en torno de la puerta
había una guirnalda o alguna cosa de colores. Y entonces, al esforzarme por ver con más
precisión, distinguí sobre el hueco de la puerta un escudo luminoso, en el que me
parecía que había algo escrito. Apliqué con afán los ojos y por fin atravesé la calle, a
pesar del lodo y el barro. Entones vi sobre la puerta, en el verde pardusco y viejo de la
tapia, un espacio tenuemente iluminado, por el que corrían y desaparecían rápidamente
letras movibles de colores, volvían a aparecer y se esfumaban. También han profanado,
pensé, esta vieja y buena tapia para un anuncio luminoso. Entretanto, descifré algunas
de las palabras fugitivas, eran difíciles de leer y había que adivinarías en parte, las letras
aparecían con intervalos desiguales, pálidas y borrosas, y desaparecían inmediatamente.
El hombre que quería hacer su negocio con esto, no era hábil, era un lobo estepario, un
pobre diablo. ¿Por qué ponía en juego sus letras aquí, sobre esta tapia, en la calleja más
tenebrosa de la ciudad vieja, a esta hora, cuando nadie pasa por aquí, y por qué eran
tan fugitivas y ligeras las letras, tan caprichosas y tan ilegibles? Pero... ya lo logré:
conseguí atrapar varias palabras, unas detrás de otras, que decían:
Teatro mágico.
Entrada no para cualquiera.
No para cualquiera.
Intenté abrir la puerta, el viejo y pesado picaporte no cedía a ningún esfuerzo. El
juego de las letras había terminado, cesó de pronto, tristemente, como consciente de su
inutilidad. Retrocedí algunos pasos, me metí en el fango hasta los tobillos, ya no
aparecían más letras. El juego se había extinguido. Permanecí mucho rato de pie en el
lodo y esperé; en vano.
Luego, cuando ya hube renunciado y estaba otra vez sobre la acera, cayeron por
delante de mí un par de letras luminosas de colores sobre el espejo del asfalto.
Leí:
¡Sólo... para... lo... cos! El lobo estepario
Herman
chazchazz
donde la lectura si te quitara el sueño.
tambien ire subiendo libros de temas afines a nuestros tenebrosos, romanticos o monstruosos gustos jajjaaaa bueno espero tener seguidoras pronto un besito a todas.
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